miércoles, octubre 12, 2011

PISÁNDOLE LA MANGUERA AL MAESTRO GOSSAÍN


Uno de los periodistas colombianos más legendarios es y será Juan Gossaín. Lo que no impide, en algún recodo de su grandeza, hacerle unas precisiones históricas que a bien ha de tener y en no mal han de recibir sus miles lectores.
Y esto tiene que ver con la publicación hoy 12 de octubre en el diario EL TIEMPO (Colombia) de su nota titulada: "Así fue la mañana tibia en que Cristobal Colón descubrió a América" en la que comete una serie de inexactitudes. Por lo demás, las acotaciones de EL COMENTARISTA se hacen en términos de colegaje, sin mayores pretensiones, por  cuanto en este oficio es mejor afirmar -sin duda- que aquel  "¡quien esté libre de errores que muestre su primera crónica!".
Las precisiones y la respectiva acotación se hacen en color rojo.
Con mil respetos, Maestro.
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Así fue la mañana tibia en que Cristobal Colón descubrió a América

Así fue la mañana en que Colón descubrió América
Foto:

Juan Gossaín cuenta la historia de los primeros hombres que pisaron "oficialmente" América.

Eran 120 hombres, piojosos y hambrientos, "que más parecían almas en pena": los primeros europeos en llegar a suelo americano, hace 519 años.
No podían llegar piojosos por cuanto lo que primero que moría, según los entendidos de la época, eran los piojos; tales decesos capilares eran seña de que ya se había cambiado de latitud.
Las tres carabelas eran dos y Martín Alonso Pinzón no fue el primero que divisó tierra. Las carabelas propiamente dichas eran La Pinta y La Niña, las dos primeras naves de aquella expedición en que viajaban 120 tripulantes piojosos y hambrientos, que más parecían almas en pena. La última no era un clásico velero de tres mástiles, mucho más grande y menos rápido que una carabela.
Eran tres. La tercera naufragó en esa expedición una vez se estuvo allá. La "Santa María" era una nave de tres mástiles ("nao") más grande comprada en el norte de España antes de la expedición y llamada antes "la Gallega", para la historia la "Santa María" pero todo indica que se popularizó en esa época más como "La Capitana". Por otro lado,  Martín Alonso Pinzón, en efecto, no fue el primero que vio tierra. Según lo documentado fue Rodrigo de Triana.
Como si no fuera suficiente, tampoco es verdad que esa tercera embarcación tuviera por nombre Santamaría. El 3 de agosto de 1492, día en que zarparon de España rumbo a la gloria, para cumplir una epopeya digna de la mitología griega, el buque se llamaba María Galante; así aparece registrado en los archivos de la época, que se conservan en Sevilla. Fue el propio Colón, cuando empezaron las terribles penurias del viaje, el que lo rebautizó en busca de la protección divina de la Virgen Santísima.
La Santa María tuvo varios nombres pero es inexacto de que Colón la rebautizó así "en busca de la protección divina". Ella recibió ese nombre en honor a la ciudad española de El Puerto de Santa María (Cádiz) cuyos habitantes tuvieron que sufragar la compra de esta nave por pedido de los propios reyes. Verdad documentada en el Archivo de Indias de Sevilla.
A mar abierto

Han pasado más de dos meses desde que partieron de Palos de Moguer, un pueblo de navegantes, minas rústicas de carbón y pescadores artesanales, perdido en la desembocadura del río Tinto. Para ser exactos, llevan 62 días de sufrimientos a mar abierto. No han visto más que agua y cielo. Ni un pájaro siquiera. Algunos han enfermado de tuberculosis.

El pueblo de Palos de Moguer jamás ha existido. Es un error histórico redactado en aquella época, copiado en centenares de enciclopedias y libros de historia hasta el siglo XX incluido. Son en realidad, dos poblaciones muy distintas de Huelva, España: Palos de La Frontera y Moguer que algún acucioso unió. Hoy en día se conservan tal cual y distan pocos minutos una de otra. Eran pueblos muy pobres llenos de pescadores.
Los tormentos son interminables. El hambre es tan agobiante que un sargento de grumetes, Sebastián de Ecija, escribe en su propio cuaderno de bitácora que tuvo que comerse las tiras deshilachadas de su pantalón de lona, aliñadas con agua de sal, para engañar el estómago. En medio de las desgracias se permite una pizca de humor. "El pantalón sabe a carne de cordero", anota en sus memorias. Son españoles: tienen un sentido trágico pero también cómico de la vida.

Aquello aún no se llamaba Reino de España como hoy. Luego no eran en rigor españoles. ¿Castellanos?
La semana pasada no aguantaron más. Se amotinaron. Enloquecidos por la desesperación, acusan a Colón de haberlos embarcado en una aventura sin destino. Estuvieron a punto de lincharlo.
El almirante, que hoy se levantó temprano, como todos los días, camina pensativo por la cubierta de La Pinta, que encabeza la caravana porque es la nave del almirante. No sabe si podrá resistir la próxima sublevación. Acaba de cumplir 41 años y es un hombre de pocas palabras, que parece encerrado en sí mismo. Nadie puede decir que lo ha visto sonreír. En las últimas semanas ha envejecido y ahora tiene cara de apesadumbrada anciana.

Hoy es viernes. Viernes 12 de octubre de 1492. Amanece. No hay viento. La mar océana, como a él le gusta llamarla, está en calma.
El mundo parece que se hubiera quedado quieto. El primer sol del día se alza muy pálido, en la parte más lejana del horizonte, porque estamos en la temporada lluviosa de este paraje que algún día se llamará Caribe.
Poco después de las 6 de la mañana, el almirante ve pasar a la derecha de su navío un puñado de algas podridas que flotan sobre la cresta del oleaje. No eran muchas, pero un navegante encallecido sabe lo que significan. Da un salto de emoción.
Regresa a su camarote y escribe en el diario: "Plantas y raíces a estribor. Si hay vegetación, tiene que haber tierra. Estamos muy cerca".

Esas algas podridas no las vio él primero, fueron sus marineros que le informaron.  Martín Alonso Pinzón determinó que estaban cerca, por algo, era más experto en el arte de navegar que Colón. Martín Alonso Pinzón había navegado en múltiples ocasiones por el Mediterráneo y el Norte de África.

Rodrigo de Triana ha estado de turno toda la noche en la meseta del vigía, que queda en la parte más alta del palo mayor. Ahora, mientras termina de clarear la mañana, descabeza un sueño atrasado durmiendo a pedazos.

De súbito, aquel centinela flaco y de baja estatura, que tiene un ojo torcido y que ha sido marino de ocasión, estibador sin trabajo y asaltante nocturno en las calles de Huelva, cree ver dos siluetas pequeñas que bailan entre la bruma. Teme que el hambre lo esté haciendo alucinar.

Por si las moscas, Triana afila su ojo bueno. Revisa con cuidado. Allí están, retozando, a veinte metros de su cara, dos gaviotas de cabeza negra, pájaros madrugadores. Vuelan hacia el occidente, aguas afuera. El vigía hace una conjetura de marino, equivalente a la que escribió Colón: "Si hay pájaros, hay tierra".

En sus escabrosas noches de taberna, de regreso a España, Triana relataría a los parroquianos lo que sintió en ese momento.
Dice que lo primero que hizo fue levantarse del puesto de vigilancia y seguir con la mirada el recorrido de las gaviotas. Vio una palma de coco en una playa que parecía ennegrecida por los aguaceros recientes. Empezó a temblar. Y entonces, con ambas manos alrededor de los labios, para hacer una bocina, pegó aquel grito que habría de cambiar para siempre la historia humana:

-¡Tierraaaaaaaaa! ¡Tierra a la vista!

(No fueron dos los ojos que primero la vieron, sino uno solo, el ojo bueno de Rodrigo de Triana, el que avistó a América.)

Rodrigo de Triana no avistó a América. Ellos suponían que habían llegado a las Indias Orientales. Muchos decenios después fue un historiador quien bautizó así a esas tierras.
Tan fuerte y agudo chillido del vigilante despertó a todo el mundo. No pudo darlo por segunda vez, como era su propósito, pues se quedó afónico. La garganta le ardía. La roñosa carabela se llenó de correndillas y alegría.

Los mismos tripulantes que hace una semana intentaron ajusticiar a Colón tirándolo al mar, ahora quieren alzarlo en hombros, como un triunfador. El italiano, tan discreto toda su vida, se niega con palabras de buena crianza a recibir semejante homenaje.
Colón fue asaltante de naves o pirata en el Mediterráneo. Cuando no tenía oficio conocido. 

-Primero lo primero -dice a sus hombres, y se aparta de ellos.

Va a la parte delantera de la proa; levanta con la mano derecha el estandarte de los reyes católicos, que le financiaron la odisea; se hinca de rodillas sobre las tablas ruinosas de la cubierta y se echa la señal de la cruz. Luego, ve una guacamaya de doscientos cincuenta colores que lo mira desde la arboleda.
Los reyes financiaron parte del viaje, pidieron barcos a diferentes poblaciones y uno que otro de los que viajó puso plata. Por ejemplo, Martín Alonso Pinzón, 500 mil maravedíes.

El primer baño de mar 

Colón impuso su autoridad en medio de la algarabía. Ordenó que primero bajaran a tierra los tres capitanes de las embarcaciones, el escribano Escobedo, que sería el encargado de levantar el acta oficial, y él mismo. Así se hizo. Luego saltaron los tripulantes.

Aquella chusma feroz, compuesta en su inmensa mayoría por truhanes de cantina, presidiarios, náufragos de la vida, gente sin futuro, se lanzó frenética al agua fresca. Reían y lloraban, se hacían bromas. Hoy, cualquiera los habría tomado por un enjambre de escolares inocentes que se divertían en vacaciones. Habían llegado a lo que se conoce como el archipiélago de las Bahamas.

Falso.  La mayoría de esas personas, todas identificadas con nombre, origen y apellidos eran en su mayoría marineros de cabotaje y pescadores habitantes de poblaciones de Palos de La Frontera, Moguer, Cádiz, El Puerto de Santa María e incluso de otras ciudades españoles como Denia (Valencia). Fue Martín Alonso Pinzón, el gran olvidado, el que seleccionó la mayoría por amistad, por recomendación pero, sobre todo, porque supieran del mar. Cada uno de ellos recibió un pago exacto en dinero por parte de Colón, lo cual quedó reflejado en documentos que se conservan en El Archivo de Indias.
Al contrario de lo que suele pensarse, Cristóbal Colón no fue un aventurero afortunado, sino un admirable navegante que había trabajado para los grandes mercaderes de Génova, su ciudad natal. Padeció varios naufragios y escapó de la persecución de los piratas, cuando resolvió que quería ponerse a estudiar. En la universidad de Coimbra, en Portugal, aprendió en profundidad cartografía, altas matemáticas y astronomía.
Esta es la versión rosa.

Siendo ya un hombre ilustrado, se unió a la tesis del sabio Toscanelli, quien sostenía que la Tierra era redonda. En consecuencia, decía Colón, si uno navega siempre hacia el occidente, sin necesidad de darle la vuelta al mundo por el sur de África, llegará más rápido a la India, donde hace quinientos años se amontonaban el comercio y la riqueza.

La tesis de Toscanelli era en realidad la de que si se navegaba hacia poniente se daba la vuelta al mundo. La de la Tierra redonda es la de Claudio Ptolomeo es su Geographia.
En pocas palabras: Colón no salió de España a buscar un mundo nuevo, del que nadie tenía noticia, sino a buscar un camino nuevo para llegar al mundo viejo. Fue su tenacidad la que le permitió encontrar lo que no andaba buscando.
No es así, Colón pretendió hallar un camino hacia el oriente ya que en la navegación  de la época se hablaba de rutas de navegación aún por establecer pero que el que las conocía alcanzaba riquezas. Hay una versión de que viajó ya que hospedó en su casa al ilustre "Prenauta", aquel sujeto anónimo que se desvió de la ruta y le contó a Colón todo lo que había visto.

'De fermosos cuerpos' 

Empieza a reunirse en la playa mucha gente de aquella isla pedregosa, a la que los nativos llamaban Guanahaní y que el almirante bautizaría de inmediato como San Salvador. Colón era, además, un estupendo narrador, como lo demuestra su diario:

"Les di a algunos de ellos unos bonetes colorados y unas cuentas de vidrio que se ponían al pescuezo. Venían nadando adonde nosotros estábamos y nos traían guacamayas o hilo de algodón en ovillos, que les cambiábamos por cascabeles".

Es falsa la leyenda de que el almirante encontró aquí unos indiecitos enjutos y de baja estatura. Fue exactamente al revés, según su propio testimonio: "Eran todos jóvenes, que ninguno vi de más de 30 años. Muy bien hechos, de fermosos cuerpos, altos y fuertes. Andan todos desnudos, como su madre los parió, y también las mujeres, pero no vi más que una buenamoza".
Esto es solo un extracto corto ya que Colón afirma mucho en su "Diario de Abordo", copiado por Fray Bartolomé de Las Casas. Colón dice mucho más, de la inocencia de estas gente y su sencillez como cuando relata que no sabían de armas pues les pasaba una espada y la cogían del filo o de la facilidad con que los podía aprehender para llevarlos a España y que los vieran allá. Como en efecto hizo. 
Epílogo

Ni él mismo supo en vida el verdadero alcance de su hazaña: murió catorce años después de aquella mañana, en 1506, a los 55 años, convencido de que había llegado a territorio asiático por un camino más corto, como era su propósito.

Lo persiguió la infamia, lo metieron en la cárcel, le regatearon sus derechos, fue abandonado por todos, incluido su hijo Diego, un zángano que vivió de la gloria de su padre.

En el mundo que él descubrió existe una sola nación que lleva su nombre. Se llama Colombia, que es como debería llamarse el continente entero.
Colón era viudo. Su hijo lo criaron los monjes del Monasterio de La Rábida cuando él lo dejó allí. ¿Zangano? Dicho zangano y su familia heredó ese Nuevo Mundo por cuenta de las "Capitulaciones" que firmó Colón y los Reyes antes del viaje.
JUAN GOSSAÍN
ESPECIAL PARA EL TIEMPO
CARTAGENA DE INDIAS


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